Kayla se preparaba para ir a clase, recogiendo sus carpetas y portfolios. Recogió su pelo largo y negro en una coleta alta que realzaba su delicado cuello, y salió de su casa cerrando la puerta tras de sí. Lo olvidaba, el pasador de perlas que le había regalado su padre. Entró de nuevo dentro de la casa, y se lo colocó con sumo cuidado entre el cabello.
Daba clases como profesora en la academia Keops, un lugar increíble situado en la cima de la montaña. Aquella vieja mansión de fachada oscura, tan lóbrega y envuelta en tinieblas pero tan majestuosa a la vez, era un vestigio de tiempos remotos. Tenía dos torres altas de estilo gótico, que se alzaban esbeltas entre la bruma gris del paisaje. Se llegaba a ella, cruzando el bosque de abedules, hayas y abetos que la separaban de Kybalion ciudad.
Al adentrarse en la espesura del bosque, donde el camino se iba cerrando por las frondosas copas de las hayas, caminó hasta donde se abría un claro, donde presidía un gran lago rodeado de sauces. Se escuchaba el rumor de la brisa cuando las ramas chocaban entre sí, haciendo caer las hojas que revoloteando en el aire, caían desmayadas en el mullido suelo. Un sotobosque que estaba tapizado por hierbas, helechos y musgo, formando una paleta de colores de mil verdes. Cerró por un momento los ojos y respiró hondo. Así a oscuras, se oían mejor todos los sonidos, los cantos de las pequeñas aves como el carbonero o el herrerillo, el murmullo de las aguas brincando en su descenso ladera abajo, saltando entre piedras y raíces, hasta llegar al plácido lago. La contemplación de la dulzura y la magia que la rodeaba, la unía con el más allá.
Subió una suave pendiente que llegaba hasta la parte más alta de la montaña. A doscientos metros antes de llegar a la academia Keops, unos adoquines de piedra oscura cubiertos de musgo, y acompañados en los márgenes por gayubas, arándanos, fresas silvestres, zarzas y arbustos de todo tipo, le daban la bienvenida hasta la puerta de la mansión.
Se encaminó hasta tener enfrente su fachada de piedra, difícilmente distinguible entre la frondosa vegetación que trepaba por sus murallas. Hojas y tallos de los helechos de las plantas trepadoras, cubrían todos los espacios dejando apenas ningún resquicio a la intemperie. A excepción de las innumerables ventanas que relucían limpias como el agua transparente del arroyo que nacía allí, que chapoteando y contoneándose por las piedras, bordeaba los muros. Tan cerca pasaba el curso del río, que en los días de sol, el reflejo de sus aguas bailaba sinuosamente por la superficie de las ventanas acristaladas, dando la sensación de que aquella casa irradiaba vida propia. No obstante, aquel día un cielo húmedo de color gris plomizo cubría la casa.
Llegó hasta la doble puerta de roble macizo. Sacó la mano del bolsillo y acarició aquella madera antigua, era rugosa y húmeda, fuerte pero blanda en las partes donde cubría el liquen. Aquel microclima lluvioso que sólo existía en aquella parte de Kybalion, favorecía el florecimiento de los vegetales por doquier. De hecho, todavía se podía oler la tormenta eléctrica, con un aroma conocido y tranquilizador.
Se sintió feliz por la calurosa energía que siempre la envolvía tras cruzar aquella entrada. Y es que ella conocía aquel lugar desde que su padres la trajeron cuando era muy pequeña, para que estudiara como tantos otros niños.
Entró sin más preámbulos, dándole la bienvenida una estancia rectangular, de techos curiosamente más bajos de lo que cabría esperar porque en realidad, eran de la misma altura que el de cualquier casa ordinaria, sin embargo el lugar era de lo más singular.
Alzábase la vista hacia un lado u otro, arriba o abajo, todo estaba lleno de objetos insólitos, originales y valiosos por ser únicos e irrepetibles. Algunas cosas indescriptibles que aún no sabiendo que eran exactamente, se intuía su inmenso valor y antigüedad. La academia Keops rebosaba de maravillas por su significado arqueológico, esotérico o bien espiritual que iban más allá de cualquier coste económico inimaginable.
Caminaba despacio, casi reverencialmente. Miró la gran vitrina que reposaba sus años contra la pared. Era muy antigua, probó mentalmente de adivinar en qué siglo fue fabricada, quizá del siglo XIX pensó, sin embargo se encontraba en perfectas condiciones, exceptuando la fina capa de polvo que la cubría. Estaba tallada artesanalmente en madera de nogal, vidrio, cristal, y bruñida en oro. Sus cuatro patas en forma de garras de león aguantaban su descomunal peso. Dos puertas de cristal torneadas cerraban su interior, dándole la sensación de un gran barrigón. El interior estaba dividido en cuatro estantes hechos de espejo que reflejaban aún más si cabe los objetos que dormían en su interior. Aquellos tesoros tan singulares ejercían fascinación a todos los alumnos de la academia, incluida ella. Podía reconocer como mínimo unos cuantos, entre otros aquellos pequeños huevos de colores labrados en oro y piedras preciosas, formando formas geométricas. Las figurillas esféricas descansaban sobre sus respectivas bases circulares de madera, o sobre unas diminutas patas torneadas, ofreciéndoles un punto de apoyo para que no salieran rodando. Eran asombrosos, tanto que sintió el deseo irrefrenable de coger uno con sus manos aunque estuviera prohibido.
Volvió su mirada hacia otro lado, descubriendo los nuevos objetos que traían los exploradores en sus viajes por los recónditos lugares de la Tierra. En cierta manera se sentía como Howard Carter al abrir por primera vez la tumba de Tutankamon, sabiendo lo que iba a encontrar allí, y sabiendo que la realidad acostumbraba a menudo a superar la ficción. Observar estas reliquias es como cuando el espacio-tiempo se detiene para fundirse con el enigmático concepto de eternidad– pensó Vega. El ambiente que transmitía aquel lugar, conjuraba el pasado, presente y futuro de la humanidad, el principio y el final.
Al fondo, se abría a cada extremo del espacio rectangular, dos pasillos; uno hacia la izquierda y otro hacia la derecha. El pasillo de la izquierda estaba iluminado por una luz blanca, procedente de un foco artificial. Se encaminó hacia allí, entrando por aquel corredor dirección al aula donde daba clase a sus alumnos, pero al avanzar unos metros, se detuvo un instante ante la sala de la Crisálida.
Se trataba de un espacio alargado de unos 10 metros de ancho por 30 metros de largo, lo cual le confería una forma alargada y estrecha. En el interior el techo estaba inclinado al estilo de una buhardilla. Las paredes lisas y blancas sin ningún adorno daban la sensación de ser un lugar anodino, sino fuera porque en realidad, la Crisálida era el lugar más importante de toda la mansión. Allí era donde los niños se convertían en adultos, superando sus propias debilidades de carácter, reconociendo las propias virtudes y ensalzando sus fortalezas.
Los recuerdos de su propia experiencia vinieron a su mente. Tenía poco más de catorce años cuando entró en la Crisálida. Sus padres sonrieron deseándole suerte, ella desapareció tras la puerta. Su apoyo le dio valor entonces, cuando todavía era demasiado joven para encontrar el coraje suficiente por sí sola.
Una vez dentro, sino hubiera sido por el espeluznante detalle, y la inquietante sorpresa, de encontrar allí mismo tres magníficos leones, hubiera dicho que aquella sala carecía de ningún interés. Uno de ellos, permanecía a la derecha del salón recostado en el suelo, adormilado y con semblante perezoso, el cual prácticamente ni cayó en su presencia. Simplemente entornó los ojos hacia la intrusa, en un gesto que daba a entender que se había dado por enterado de su entrada, pues su olor intensamente humano hablaba por sí solo. Fue lo máximo que hizo con todo movimiento. En cambio, a su izquierda se erguían sobre sus cuatro patas los dos felinos restantes, perfectamente despiertos y alertas ante la invasión de su territorio. Menos tranquilos que el anterior compañero movían sus largas colas parsimoniosamente hacia un lado y el otro, formando ondas suaves en el aire, cambiando el ritmo de vez en cuando con alguna sacudida repentina, de igual forma que un látigo que corta el aire violentamente. Ni rugían ni se movían, sin embargo los reyes imponían con su presencia callada, y ella no querría ante aquello, otra cosa que no fuera rendir obediencia y pleitesía inmediata, postrándose de rodillas sí así se lo mandaran. Sentía su corazón en un puño, encogido por el terror que transmitía aquella quietud, parecida al aliento suspendido por aquel condenado que espera su golpe de gracia final. El ambiente helaba la sangre al más valiente de los mortales.
A pasos lentos finalmente llegó al otro extremo de la sala. Sin hacer ruido se ubicó discretamente en un rincón. Allí sentada, deseando desaparecer y dejando pasar los minutos, oía su agitada respiración y los fuertes latidos de su corazón, mientras los leones, bien por aburrimiento o por aceptación, empezaron a perder el interés en ella. Pensó entonces que el ataque sería inminente, pues los instintos agresivos y la tendencia a atacar con los cuales nacían, eran incompatibles al control y la calma, al menos eso es lo que pensaba ella por aquel entonces.
Sin embargo pasó el tiempo así sentada, abrazándose sus propias rodillas, cuando comprendió que aquellas tres fieras se convertían en cuatro, siendo ella misma un león también. Comprendió que la prueba consistía en saber controlar sus propios y primitivos instintos. Aprender a callar y observar en silencio la situación, tratando de dominar su propia voluntad salvaje. Criaturas que no eran otra cosa que el reflejo de su propio carácter, su alter ego. Un león tranquilo algo perezoso y otros dos agresivos que aguardaban el momento en que se levantase asustada, corriendo como un ratón hacia la puerta, aprovechando la ocasión para herirla mortalmente.
Por suerte a tiempo comprendió el verdadero mensaje. Los secretos del silencio y de la paciencia, de esperar el momento propicio para actuar y aprovechar plenamente la situación. Aquella prueba consistía en entender cuáles eran sus fortalezas y sus debilidades. A su favor el valor y la fuerza, en contra la pereza, el orgullo y la falta de autodominio. Sentada en su rincón, ya calmados los latidos de su corazón y segura de su poder, esperó pacientemente sabiendo que la superaría.
Se levantó poco a poco, una vez tuvo la ocasión. Sus acompañantes la miraban de reojo a sus espaldas. Tan cerca que sus alientos rozaban su nuca. Acceder a un control interior que le permitiese estar calmada bajo circunstancias estresantes, era la única manera que le permitiría levantarse y salir de aquella sala, sin hacerse daño a sí misma. Así lo hizo, con una entereza propia de una reina pero sin ninguna de sus pretensiones de soberana, con valentía pero con aplomo. A partir de entonces la acompañaría para siempre, el animal que representaba su Spirit, el león.
Todos los jóvenes de Kybalion cuando llegaban a la edad adulta, tenían que superar la prueba de la Crisálida para continuar sus estudios. Si lo conseguían como ella había hecho, el Spirit se manifestaba físicamente para convertirse en guía y protector. Era como conocer a un amigo en el que poder confiar, daba la fuerza y el apoyo ante la adversidad. El león la escogió, porque tenía unas cualidades de las que debía aprender, y unos rasgos y debilidades que debían ser guiadas para poder superarlas. Cuando salió de la Crisálida sintió la conexión con su Spirit, un puente entre dos mentes; la animal conectada a la madre naturaleza y la humana; que enlazadas por un hilo transparente e inquebrantable, formaban una sola unidad.
Recordaba haber regresado sana y salva de nuevo en el pasillo, feliz por haberse convertido en mujer, y ver a sus padres que orgullosos, le regalaron un precioso pasador de perlas blancas.