La recepcionista

Acabada su jornada laboral de la mañana, se levantó y fue al comedor. El lugar era de lo más deprimente con sus muebles rotos, paredes sucias, carteles medio descolgados, cuchillos asquerosos y aquellas mesas alargadas de madera con sus respectivas sillas de respaldo y asiento duro. 

El chico alto entró y saludó con un leve gesto de la cabeza. Y eso fue todo, porque cuando ella terminó de comer, ni una sola palabra ni gesto volvió a salir por su boca, ni siquiera a modo de despedida.

“Esto es normal aquí, se ve. Se sienta, se pone a mirar la pantalla de su móvil y se acabó. En otros tiempos, o en otro mundo porque alomejor soy yo la extraterrestre, la gente habla entre sí, ejercita sus habilidades sociales. Es inhumano, cruel, despreciativo e impropio este tipo de actitudes».

Pronto acabaron, los dos en silencio absoluto, recogieron y se marcharon cada uno a sus respectivos trabajos. Antes de la hora de empezar pues tampoco había nada mejor que hacer, ni de qué hablar.

El ahorro energético de palabras era más práctico cuanto menos, y así pues saliva malgastada inútilmente.

Volvía a estar sola delante de aquel mostrador. La sala era de un blanco inmaculado, con sus paredes blancas, muebles blancos y puertas blancas. El suelo gris de cemento pulido. Los aparatos tecnológicos y materiales de oficina era negros, grises y blancos. La decoración de una esquina de aquel espacio eran 3 plantas iguales y perfectamente alienadas, enterradas en sus respectivas macetas grises. Una escalera de mármol negro y estructura de acero conectaba con las plantas de arriba de las oficinas. Por ellas en ese preciso momento bajaba una mujer de labios finos, rojos y apretados.

-Envía estos documentos a la empresa Zax, a Lilytow. Que los lleve Fernando. -le dijo detenidamente, pronunciando las palabras letra por letra, con suficiente gesticulación como para que hasta un niño lo pudiera comprender.

-Ok, ahora se los doy a Fernando, para que se los lleve a Lilytow -respondió la recepcionista volviendo a repetir el mensaje para confirmar que lo había entendido perfectamente. A la respuesta le añadió una sonrisa extra, conforme lo había entendido perfectamente. Odiaba que la trataran de tonta.

Como se sabe en la vida, el que llega el último a un lugar queda relegado de ciertos privilegios. Uno de aquellos privilegios era ser visible y merecedor de un “hola” y un “adiós”. Un «buenos días», sería ya de por sí, una victoria en aquel escuálido ecosistema social. Había pasado un mes y medio, y había intercambiado unas lastimeras conversaciones que a nada llegaban, y que nada de valor contenían, pues en nada se podía profundizar siendo su lugar de trabajo, una zona de paso. Y mucho sería desear que a uno le invitaran a acompañarlos a comer, pues para eso habría que escalar varios niveles de confianza que solo podían ser forjados por el transcurso de los años. 

Así pasaban los días, luego las semanas y por último los meses, sin mucho que hacer, ni con qué distraerse. El tiempo se estiraba como un chicle, que largamente masticado pierde color y sabor, haciendo del espacio – tiempo algo relativo. 

-Hola -saludó al entrar, acompañado de una mirada hacia la chica del mostrador. Unos microsegundos de más, aguantando la mirada, y se hubiera dado el primer síntoma de entablar conversación. Una conversación larga de tres frases hubiera significado una indeseable simpatía, por lo tanto, y temiendo lo peor, rápidamente dirigió su mirada al frente.

-Hola -respondió la recepcionista asqueada, volviendo a sus quehaceres.

Un día le pidió un bolígrafo, y al otro un sobre, y entre sobres y bolígrafos llegaron a unas 6 palabras que casi completaban dos frases. Es poco, pensarán algunos, pero estaban muy bien estructuradas y completas. Y otro día, alguien le preguntó cómo le iba, y casi ni supo que contestar ante tanto derroche de amabilidad. Fuese como fuese, aquel era claramente un paso hacia la integración, un atisbo humano de conexión. Aventurándose cada vez hacia ese logro social, con el cual soñaba, pero aún no había llegado del todo, pues abrir aquella puerta en aquel desierto blanco y negro era un desafío. 

El sentido del humor, que trasluce una simpatía auténtica y natural, o una pequeña chanza, o un pequeño hoyuelo dibujado, o una bromita aunque fuera tímida y débil, era como un suspiro de aire fresco, una brizna de aire limpio en aquel espacio inerte.

No, no había logrado llegar muy lejos. Sin embargo, ¡como deseaba la invitación para ir juntos a comer!. ¡Qué daría cualquier advenedizo por probar tales néctares sociales!, esa fragancia sublime llamada compañerismo, esa melodía que hasta al cojo haría bailar. Pero éstos tan solo eran sueños malogrados, una quimera en aquel frío lugar de soledad y exilio.

Como nada tenía que hacer, y sus tareas eran más propias a las de un jarrón, dejó correr su imaginación. Le subían los niveles de lo creativo y pensó en escribirlo. Tal vez fuera su único talento, si tal cosa fuera, sería así.

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