Recientemente el sr. Blanchart , arqueólogo de profesión, había dado con un inesperado hallazgo egipcio. Se trataba de un descubrimiento de importancia capital, que superó todas las expectativas de la expedición. Exploraron por el Nilo y los alrededores del Templo de Karnak, donde esperaban encontrar un pequeño yacimiento antiguo pero, como ya he dicho, se convirtió en el más grande de todos los tesoros desenterrados en la Historia de la Humanidad. Aquella revelación cambiaría su vida y la de su familia por siempre jamás. No sólo eso, antes incluso de saborear las mieles del éxito, la honorable familia Blanchart, se sumió en una fatídica maldición faraónica, que los condenó a la más terrible de las desgracias: la muerte prematura de sus adorables hijas.
Fue entonces, a la vuelta de su avión desde el Cairo, al llegar al plácido y pintoresco condado donde vivían, cuando el reloj del infortunio inició su cuenta atrás.
Las bellas gemelas Blanchart no eran conscientes en modo alguno sobre el devenir de su desdichado futuro, y por ese motivo reanudaron su vida que transcurría entre la rutina de sus habituales costumbres y tareas. Así pasó el tiempo, con aparente normalidad, mientras un espíritu maligno las envolvía constantemente, con ocasión de manifestarse en el momento oportuno.
El día llegó, pues la muerte ya las acechaba con su túnica negra y sus ojos inyectados en sangre.
No puedo decir otra verdad, pobre de mí y humilde cronista, que lo que me contó el jardinero de la familia. Aquél era hombre de innegable raciocinio e íntegra lealtad. Un santurrón amado y querido por las niñas hasta lo indecible, ya que poseía un corazón de oro. Por desgracia, ahora Axel residía en un manicomio. Me explicó la historia con bárbaro esfuerzo, puesto que él mismo caminaba sobre una delgada línea que separaba a intervalos la locura con la cordura, que a duras penas lograba conservar en su mente. Naturalmente, era lógico ese estado psicológico en una persona a la que precede un shock traumático por la experiencia espeluznante y estremecedora que vivió. Y si bien no se negó a relatarme los hechos, debo decir que padeció ciertos episodios psicóticos en los que volvía los ojos en blanco en trance, para después con las pupilas dilatadas, mirarme fijamente durante largo rato, en silencio, creando entre nosotros un ambiente de nerviosa inquietud, que me ponía los pelos de punta.
Sin más demora, intentando ser fiel a sus palabras y con intención de que se honre la memoria de las condenadas muchachas, empezaré la leyenda de las inmortales gemelas.
Sucedió una terrible noche de luna llena, a finales del mes de octubre, en el aparentemente apacible condado mencionado anteriormente. Aquella tarde se habían acercado las hermanas al gimnasio del lugar, para practicar su diario ejercicio físico.
Vale la pena decir, que cuando llegaron parecían dos ángeles, dos ninfas de los bosques con aquella ropa fina y delicada de muselina blanca. Gracias a la sra. Blanchart lucían aquellos prodigiosos vestidos, los cuáles habían sido comprados a propósito de una fotografía familiar, que serviría para ilustrar la portada del siguiente número del National Geographic. Aquella fue la última instantánea que tomarían todos juntos, pero no adelantemos los acontecimientos.
Como iba diciendo, y según me contó el jardinero, las chicas iban hacia la pista de frontón, cuando se detuvieron un instante al escuchar lejanos alaridos, profundamente turbadores. Se acercaron por el camino hacia el viejo pozo, donde por supuesto tenían prohibido entrar, y allí atentas volvieron a oír gemidos lastimeros esta vez con más intensidad. Aquellas voces parecían almas en pena vagando por el averno sin remisión, aunque la curiosidad fue más fuerte que la sensatez y desoyendo las advertencias de los mayores, se aproximaron cada vez más al lugar.
Contaban las viejas con su charlatanería, y también circulaban los rumores entre la gente en general, que en ese mismo sitio se habían perpetrado unos asesinatos. Unas víctimas inocentes habían sido presa de un perturbado, que con sierra mecánica en mano los descuartizó, diseccionando todos sus miembros corpóreos que conformaban las extremidades, las venas y los músculos, y los había arrojado al pozo.
Cuan mayor fue la sorpresa de las gemelas, al ver acercarse hacia ellas sigilosamente el individuo en cuestión, famoso por el nombre de el «carnicero». Aterrorizadas y paralizadas por el terror, se les congeló la sangre de las venas, mientras él se acercaba a paso lento, cada vez más, de igual manera que un depredador saborea el instante, pues sabe que su triunfo está garantizado.
Pero por suerte, a tiempo salieron de su inoportuno letargo, corrieron como alma que lleva el diablo hacia los columpios situados en el patio, no sin antes tropezar torpemente con algunas ramas caídas de los árboles.
Aunque ya no eran perseguidas por el carnicero, igualmente el destino estaba escrito aquella noche de luna llena, y la maldición que pesaba sobre ellas se acrecentaba con el fulgor de la luna. Estaban malditas y aquello sólo había sido una señal; la señal inequívoca de que iban a morir aquella noche de finales de octubre.
No supieron qué hacer hasta que llegó el floricultor con su carretilla y la cara bondadosa de quién es un santurrón. Las calmó y tranquilizó hasta el punto que ellas quisieron aliviar sus conciencias, y confesar sus travesuras. El caso fue que no las reprendió por su desobediencia, ya que era un bonachón, pero también hay que decir que no las creyó, al punto de no dar cabida a tan extraña aparición del hombre con la motosierra, y resolvió que decididamente, aquellas pobres criaturas, tenían una imaginación delirante propia de la naturaleza juvenil. Aún así, pensó que no les quitaría el ojo de encima.
Las gemelas algo más serenas, decidieron ir a cambiarse las ropas para ponerse los respectivos trajes de baño. De este modo, caminando hacia los vestuarios. una de ellas volvió repentinamente la cabeza hacia atrás, y la otra sorprendida por la reacción de su hermana también miró en la misma dirección. Notaron una extraña sensación que las espantó de nuevo, percibiendo instintivamente algo invisible pero inquietante; ya podía ser un ruido, o bien un movimiento esquivo, o a lo mejor fue un roce fugaz, que les recorría la piel desnuda de la nuca dejando un espantoso halo de frío. El corazón les empezó a bombear tan rápido que se oían sus propios latidos acelerados, las manos les empezaban a sudar, y todo su cuerpo se estremecía, hasta el punto que huyendo despavoridas por el pánico atroz, entraron sin pensarlo en una sala llena de espejos.
Había espejos por todas partes, casi todos rotos, arañados y desgastados, habían llegado a un cuarto lleno de objetos inservibles y abandonados. Hacía más frío allí dentro que fuera, y queriendo entrar en calor se acurrucaron en un rincón del desolado espacio, abrazándose entre sí en un intento de no estallar en un llanto histérico e incontrolable. Al abrigo de la oscuridad más absoluta, se refugiaron de sus peores temores, pero algo dentro de ellas les decía que no estaban solas allí, que algo no iba bien. Y verdaderamente, no les faltaba razón.
Expectante, el jardinero aguardaba en la salida, sorprendido por el devenir de los hechos, pero sobre todo por la conducta de las jóvenes. No le cabía ninguna duda, que se comportaban de aquel modo tan extraño a causa de los estragos de la adolescencia y la pubertad. Llegó a la conclusión de que la actitud de las niñas era fruto de esa descompensación psíquica tan natural.
He de decir sin pretender que sea una intrusión por mi parte en la historia, que por lo que pude interpretar al escuchar esa parte de la historia, vi en Axel algo digno de mención. Así pues, al contarme éstos últimos acontecimientos, observé como se frotaba las manos, ido completamente de la realidad, y volvía a mirarlas sombríamente, mientras balbuceaba algo que yo logré interpretar como
–«lucifer, era el mismo diablo, oh dios mío ahora lo comprendo… pero ya es demasiado tarde. Ahora comprendo, perverso demonio del infierno… que tú te encontrabas allí con ellas». Tras aquello, no pude por menos que preguntar a modo de confirmación, lo que me había parecido entender de su boca, pero él sólo me contestó con un fino y débil «nada, nada».
En efecto, el demonio las abrazaba con su aliento, dejando en la atmósfera del lugar un frío cada vez mayor y una incertidumbre tenebrosa en la atmósfera. Así que una vez recobradas sus fuerzas, las mujercitas salieron del lugar como pudieron, arrastrando los pies y con la mirada perdida, como si hubieran visto un fantasma. Parecían exhaustas moviéndose con paso vacilante, no sin razón, pues habían sido abrazadas por el mismísimo satanás, que se divertía trastocando sus tiernas mentes, haciéndolas volátiles y livianas, pudriendo sus cerebros, y controlando su voluntad.
En ese estado llegaron al territorio de los bambús, a un lado del patio de los columpios, se sentaron en los asientos que allí había para descansar, pues sus cuerpos empezaron a temblar, y sus bocas balbuceaban lenguas muertas que no conocían. Del temblor pasaron rápidamente a las fuertes convulsiones, a la vez que escupían espuma por la boca. Pasados unos minutos pararon de repente, quedándose congeladas como estatuas de mármol, y en su locura comenzaron a cantar canciones de colegio de forma monótona y sin entonación, al igual que muñecas autómatas. Según palabras del empleado fue algo escalofriante de ver, y ya no pudo aguantar más, cuando de golpe dejaron el canto, y se pusieron a llorar histéricamente, a la vez que se agarraban del pelo con todas sus fuerzas, como si fueran animales salvajes.
Cayeron en la transformación total de los sentidos, fue una escena siniestra, tétrica y terrible. No hay más explicación que la aceptación de la teoría de la posesión, o eso pensaba fervientemente el chalado botánico.
Al fin, en una de aquellas sesiones terroríficas, una gemela agarró a la otra por el cuello, y igualmente al revés, hasta que las dos acabaron estranguladas por asfixia, cayendo al suelo fulminadas.
«Nunca me olvidaré de lo que vieron mis ojos Trix, -consiguió pronunciar Axel con palabras temblorosas-, y juro por todos mis muertos que aquél fue un acto de pura maldad orquestado por el maligno», -consiguió pronunciar Axel con palabras temblorosas-.
Aquella declaración me dejó sin palabras, si bien yo no creía en cuentos chinos, algo me decía que mi amigo había tenido conmigo un momento de lucidez. Mi cuerpo llamándome a gritos, me instaba a no permanecer por más tiempo en aquél lugar, pues no sin motivo, aquellos acontecimientos me intranquilizaron. Comprendiendo el instinto de supervivencia, que se apoderaba cada vez con mayor fuerza de mí, decidí no posponer más tiempo sus deseos y largarme de allí con viento fresco. Pero no satisfecho todavía mi acompañante, con la información ya dada a mi persona, se detuvo un instante más en otra zona más apartada, pudiera ser un campo de tenis, y decidido estaba el hombre a demostrarme la legitimidad de sus visiones con una prueba irreprochable.
Señalándome hacia los árboles, me indicó la dirección donde flotaba el vestido mancillado de una de las gemelas. Aquél elemento volador me sugirió la inviolable advertencia de que todavía hoy en día siguen vivas en espíritu, y que nos acechan desde todos los lados cuando osamos entrar en sus dominios.
Tal fue la impresión que tuve, más mi estado de frenesí, que al volver a mi hogar no pude pegar ojo en un mes y medio, y sólo a pequeños intervalos de tiempo, conseguía dormir entre inquietantes pesadillas, donde aparecía la momia del faraón contemplándome con una horripilante sonrisa, y sus ojos rojos de muerto viviente. Malvadamente contento porque la maldición se había cumplido.
Firmado por Trix Daniels, para Daily Planet.