Tres estrellas juntas, en línea. Siempre eternas en el cielo líquido de polvo interestelar. Las miran miles de millones de personas cada día. Y les preguntan. No responden. Siguen ahí para la eternidad.
Un niño, Luc. Las observa en silencio desde su rincón oscuro, reservado en la intimidad. Y ellas siguen imperturbables a sus ojos cristalinos de absoluta inocencia e incredulidad. No se mueven pero parpadean, lanzan diminutos destellos para que el sepa que escuchan. Que están todavía vivas. Que van a estar allí hasta que sea viejo.
Una lágrima resbala por el rostro del pequeño queriendo contener la emoción. Los pecados son absueltos para alguien tan tierno, tan dulce. No hay camino para el llanto porque ellas siempre estarán ahí esperando a que crezca, a que se cumplan sus sueños, a que un día quizá, se olvide de mirarlas.
El cielo oscuro y brillante, inmenso e íntimo, frío y cálido a la vez. Existe para que podamos alzar nuestra mirada y recordar que ahí está nuestro hogar último. El crío tiene solo 13 años pero ya ha vivido mucho. Su mirada se enfoca a una de las tres, y ésta le hace un guiño deslumbrante.
«Hay un sitio donde tu siempre puedes encontrarte. Tu casa es la mía. Yo soy tu y tu eres yo». Cae otra lágrima amarga por su mejilla y el astro se emborrona. Cuando el agua salada inunda sus ojos, ya no puede observar la luz nítida que desprenden, ni su esplendor. Ahí están pero no alcanza a ver su belleza. Se detiene, se seca las lágrimas. Les hace una promesa. Aquí estaré cuando tenga 10 años más, y siempre que quiera porque vosotras no sois de nadie y en parte sois mías como un amante, confidente y amigo.
Se siente mejor, reconfortado y esperanzado. Ha hecho una promesa para ellas y para sí mismo. Algo sagrado, mágico y real. Las vuelve a mirar con ojos secos y llameantes. Un brillo refleja su iris. Esa chispa se hace casi palpable.
Luc se llama en honor a su padre que murió luchando. Mucho lo hecha de menos y por eso llora. Por su recuerdo. Porque no soporta la idea de olvidar quién fue. Luc. El espacio escucha: le devuelve una sonrisa convertida en cometa. Luc sonríe. La sonrisa de su boca, de corazón, de su alma es sin embargo, una llamada a seguir. Continuar ahí parado, en las sombras. O continuar hacia donde él quiera ir.
«Pide un deseo». «Es un ángel» le diría su padre. El jovencito se pone serio, se concentra y alza la mirada de nuevo hacia arriba. Con toda la fuerza que es capaz, pide al cielo solo una cosa. La segunda estrella tiembla. Concedido.
«No hay nada que tu no puedas conseguir». Estamos aquí, dice la tercera, para que dentro de 10 años o cuando quieras vuelvas. O lo hagas cada noche. Estamos aquí silenciosas pero atentas, para ti. Somos tu reflejo. La verdad, no nos vamos a ir nunca, jamás. Llámanos en la noche.
Luc se rasca la nariz. Por cierto la sopa que ha cenado le ha sentado mal. Vuelve de nuevo a sentir un cosquilleo en la nariz. Sus dedos rozan su piel y encuentran una pestaña que cayó. La coge suavemente, la mira con atención y entonces recuerda a su padre. Luc padre, siempre le decía que tenía las pestañas largas y negras de su madre. Revive la escena: en la cocina, en la mesa, en su casa y ve claramente la cara bondadosa de su padre.
Luc padre no quiere que su hijo llore, porque cuando uno llora no puede sorprenderse ante una inesperada estrella fugaz, ni contemplar el tintineo de las luces del firmamento. No debe permitir que las lágrimas arrastren sus delicadas y bonitas pestañas que decoran sus ojos vivarachos de terciopelo melocotón.
Emocionado suelta el pelito y éste vuela por los aires trazando remolinos sinuosos por el viento. «Mira las estrellas cada vez que me eches de menos y no puedas recordar mi cara».
Luc se frota la cara, ya no le duele la barriga. No era la sopa. Y se va para casa.