Alma fina

Todo comienza en el mundo interior. Lo que sentimos, lo que recordamos, lo que amamos… Un día se convierte en la forma en que habitamos el mundo.

Recuerdo mi infancia y me veo encogida, buscando un espacio donde pudiera ser escuchada y comprendida. No pedía respuestas perfectas, solo una mirada que me dijera: “te entiendo”.

Una vez le regalé una figura a mi abuela. También estaba allí mi madre. Era un arlequín negro, bonito, distinto. A mí me encantaba. A ellas no. Se rieron. Dijeron que era feo. Yo había puesto en él mi escaso dinero y todo mi cariño. Me dolió más de lo que podrían imaginar.

No fue la única vez. También unos palillos chinos pintados a mano fueron motivo de reproche. Como si todo gesto mío fuera malinterpretado. No era un simple regalo; era una manera de expresar afecto. Y con los años, ese impulso se fue desgastando.

Empecé a buscar consuelo en los objetos. A veces compraba cosas para mí. Recuerdo unos tarros de cristal con forma de hoja, para poner velas de té. Me acompañaron durante años, en varias mudanzas. Aún hoy me reconcilio con el mundo a través de las cosas bellas.

Tengo velas, jarrones, cajas, libros… cosas que me emocionan. Cada cosa que conservo en casa guarda una historia. Es mi vida convertida en forma, color y memoria.

Pero si hay algo que ha estado conmigo desde siempre, de una forma casi mágica, son los animales. No recuerdo haber aprendido a quererlos. Ya estaban en mí. Como si esa conexión no viniera de esta vida, sino de otra más antigua, más esencial. Sentía que me entendían sin palabras, que me ofrecían una compañía que no exigía explicaciones. Con ellos no tenía que fingir, ni justificarme, ni protegerme. Podía simplemente ser.

Tal vez por eso los he ido reuniendo en casa: no solo los de carne y hueso, también figuras, plantas, cuadros. Su presencia me calma. Me recuerdan lo sencillo, lo verdadero, lo que no juzga. Me recuerdan quién soy.

Decorar mi hogar con animales no es una elección estética, es una forma de crear refugio. Es llenar los espacios de ternura, de nobleza silenciosa, de vida que observa sin exigir. Los animales me enseñaron que un espacio puede ser un abrazo. Y ese aprendizaje lo llevo conmigo en cada estancia que decoro.

La tercera cosa que amo es todo lo relacionado con los libros y la papelería: lápices, agendas, libretas. Aquellas historias del Barco de Vapor, o las “Elige tu aventura”. Y ese instante de felicidad absoluta cuando me dejaban escoger uno.

Hoy tengo libros en cada rincón, incluso en la cocina. Me gusta leer entre cosas bonitas, con mi perro dormido a mi lado. Ese es mi día perfecto.

Fui una niña tímida, con miedo a ser vista. Y aún lo soy. No me gusta ser el centro de atención, ni sentir todas las miradas encima. Me hace sentir incómoda, expuesta. Prefiero estar presente sin hacer ruido, que me respeten sin que me exhiban.

No porque no quiera ser reconocida, sino porque mi alma es demasiado delicada para la crudeza con la que a veces se mueve el mundo. No es fragilidad. Es una sensibilidad fina, profunda, que me conecta intensamente con lo bello, con lo simbólico, con lo emocional. Por eso elijo cuidadosamente cada cosa que me rodea. Porque me afectan. Porque me hablan. Porque me cuidan.

Es injusto hacerle creer a un hijo que todo lo que le pasa es culpa suya. Porque entonces empieza a dudar de sí mismo. A pensar que sentir está mal. Que su dolor molesta. Que su tristeza no tiene sentido. Que su rabia es desproporcionada. Poco a poco, deja de confiar en lo que siente. Se vuelve pequeño, invisible, incluso para sí mismo.

Y eso es una carga cruel para un alma que solo quiere entender el mundo. Que necesita tiempo, paciencia y amor para crecer sin miedo.

Aprendí que un espacio puede herirte… o puede abrazarte. Que los objetos hablan. Que los colores protegen. Que la luz consuela. Que un hogar no es una combinación de muebles: es un refugio emocional. Un contenedor de recuerdos, de calma, de identidad.

Para mí, decorar no es imponer un estilo, es descubrir el alma de quien habita el lugar y traducirla en belleza. Es darle forma a lo invisible. Es cuidar. Cada estancia que proyecto nace desde esa sensibilidad: con atención a los detalles, con respeto por la historia de quien lo vivirá, con el deseo de que, al abrir la puerta, uno sienta: Aquí estoy bien.

Porque todos merecemos un espacio que nos comprenda. Que nos acoja. Que nos recuerde que estamos a salvo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

You May Also Like